domingo, 6 de noviembre de 2011

Fruto Prohibido


Como Adán en el Paraíso, todos tenemos nuestro fruto prohibido, esa manzana carmesí que no debemos morder. Y como Adán es mi maestro, mi modelo a seguir, yo me como todos los frutos que, dizque, me son prohibidos. Sin embargo, hay uno que aún no puedo comer: son los labios carnosos de A., mi compañera del cole. Pero yo soy un hombre con fe, sé que más pronto que tarde esos labios van a sangrar cuando los muerda... y los dos lo vamos a disfrutar. 

La conocí un lunes, hablamos de pasión, le pregunté su nombre... y muchas cosas más. El martes fue un fracaso, no vino ya lo sé, porque el miércoles temprano de nuevo la encontré. Así comienza este amor de primavera... como los días que corren. 

La belleza que tanto me había impresionado sufría de migraña y eso la hacía faltar al cole... y a mí me tenía cagado, escuchando a Leo Dan. Ya lo sabemos, cuando el cariño es sincero -e intenso- se perdonan todas las huachafadas. 

A. tenía un triple encanto: era bella, inteligente y sensible. No era alta, no tenía un cuerpazo, pero su rostro emanaba inocencia y travesura, santidad y pecado, cielo e infierno, es decir, te levantaba la libido en una... y sigue igual. Y aunque hace años que no la veo, todavía me emociono cuando recuerdo esas cejas intensas, esa nariz afilada y esos labios, perdonen el lugar común, desbordantes, carnosos, en flor, demasiado mordibles. 

Si solo uno se enamorase por la belleza, ustedes ya comprenderán por qué estaba loquito por A. Pero, para hacer del potaje más complejo, A. era inteligente, ojo, inteligente, jamás se permitiría la vulgaridad de ser chancona. Cuando la conocí, A. tan solo tenía 13 años, pero hablaba con la profundidad de alguien que había vivido mucho y muy bien, es decir, que había sacado lecciones de lo bueno y de lo malo. A. tenía soluciones a la mano, jamás problemas sin resolver. 

Y era tan sensible que pronto se dio cuenta de que yo me moría por ella... pero ella no por mí, y su inteligencia (¿o habrá sido su sensibilidad?) le dijo que no podía dejarme desamparado, que tenía que darme el consuelo de su amistad... y allí la cago, porque, digo, A. será sensible, bella e inteligente, pero, ay, no es perfecta, y no se dio cuenta de que al tomar esa decisión se estaba metiendo para siempre en mi vida y, al negarse a juntar sus labios con los míos, me estaba llenando de una frustración que me dura hasta hoy y que, a veces, me llevan al desenfreno y al alcohol: hay penas del corazón que solo pueden ser ahogadas en vino.

Y durante los años del cole viví entre el amor y el infortunio, entre la adoración por A. y su amistad: "Es todo lo que te puedo dar", me decía, mientras me acariciaba el cabello, me sonreía y mordía sus labios inmensos... si he vivido escenas eróticas, esta es una de las más fuertes que he tenido. Me daban ganas de jalarla, tirarla al piso, besarla, desnudarla, hacerle todo y demostrarle que no, que no éramos amigos, que tanta pasión solo tenía un nombre: amor... y que lo estábamos desperdiciando.

Pero estaba demasiado enamorado y, por ello, la había puesto en un pedestal: la había convertido en la santa de mi religión pagana... y pensé que así estaba bien, que ella necesitaba devotos antes que un amante que destrozase tanta santidad (y castidad). Y, por supuesto, estaba equivocado.

Aunque su discurso lo negara, A. era, al fin y al cabo, humana, mordible, lujuriosa; con necesidades corporales y no solo espirituales. Como todos la tratábamos con adoración y cobardía -porque aunque yo le repetía siempre que la adoraba, lo hacía como una plegaria, lo que le quitada la intensidad que toda declaración de amor necesita: a las mujeres no hay que rezarles, hay que hacerles perversa poesía- su belleza estaba suelta, triste, abandonada, pues nadie se atrevía a decirle "quiero ser tu enamorado" (en esa época todavía se usaba ese cursi y, hoy, añorado y abandonado ritual). 

Por eso, el maldito W. la tomó desprevenida, con las defensas bajas. Él, el recién llegado, el que era feo, bruto e insensible, es decir, la antítesis de A., el que no sabía que A. era nuestra divinidad andante, nuestro objeto de culto y deseo, se atrevió a declarársele, a decirle sin vergüenza y bárbaramente: "Oe, huevona, ta que rica estás, ¿quieres ser mi hembrita". Y A. dijo, por la puta madre, que sí.

Al día siguiente, nuestro ángel ya no lo era tanto: estaba desgreñada, descuidada, enamorada. Y, aunque muchos digan que el amor te embellece, A. era la contundente negación de tan fácil afirmación. En 24 horas dejó de ser bella, sensible e inteligente, porque, a qué persona que se respetase se le iba a ocurrir meterse con alguien tan poquita cosa como W... pero no debo ser mezquino, poquita cosa y todo, él tenía lo que yo no: los labios de A., su sonrisa, su cuerpo, su amor... y yo, maldita sea, he de reconocer que durante esos días me hubiera gustado, y solo por besar a A., ser él. 

El cole acabó y A. y yo nos dejamos de ver. La encontré un día en una tienda de departamentos donde tenía un trabajo de medio tiempo que le ayudaba a pagar la universidad. Después le perdí el rastro, luego me enteré de que estaba fuera del país. Empezamos a escribirnos frenéticamente pero paramos la mano cuando me confesó que se había alejado del Perú en busca de quien hoy es su esposo. Sí, ella y yo hemos tenido el mal gusto de casarnos. 

Pero como mi amor por A. es tan intenso y para siempre, nos tuvimos que volver a ver. Ella se dice enamorada de su esposo y de sus hijos... yo le digo lo mismo; ella se dice feliz, cerquita del cielo... yo le digo lo mismo; ella se dice mi amiga... yo jamás le mentiría, yo la sigo viendo como esos labios carnosos que quiero morder.

Sí, ella es feliz, está casada y vive cerquita del cielo... pero aún no se ha dado cuenta de que su paraíso soy yo. No me preocupo, tenemos tiempo, como decía Borges solo nos falta ser inmortales... y A. y yo, juntos, lo seremos.

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